México canta y escucha
          Jorge Ibargüengoitia.
  El invento científico que más ha transformado la sociedad mexicana no es ni la locomotora, ni el teléfono, ni la energía atómica. No es, ni siquiera, y a pesar de la enorme importancia que ésta ha tenido, la "tortilladora automática".

La tortilladora ocupa un triste segundo lugar. El invento fundamental en la transformación de nuestra cultura es la radio de transistores.

Los mexicanos, como los italianos, son músicos de nacimiento. Cada niño que se agrega a nuestra ya inflada población es un mariachi innato, o una cancionera.

Antiguamente no se podía uno acercar a los lavaderos públicos, porque estaban llenos de mujeres cantando, cada una a su manera, al amor fingido, traicionado o no correspondido. Tampoco podía uno dormir después de las cuatro de la mañana, porque el aire de las ciudades, los pueblecillos y hasta de los más humildes caseríos se impregnaban con las notas de cientos de borrachos cantando al amor no consumado. Por si fuera poco, los domingos, la gente se congregaba en las plazas públicas a escuchar a las bandas de música locales interpretando fragmentos de ópera.

¡Qué tiempos aquellos! Todo ha cambiado. Ahora no puede uno ni dormir, ni trabajar, ni viajar en camión, sin escuchar radios de transistores. Los antiguos cantantes individuales que abrían la boca para expresar su pena, han sido sustituidos por profesionistas especialmente adiestrados (y algunos hasta bien pagados) para expresar las penas, los anhelos y las alegrías de todo el mundo.

Hay quien prefiere la autenticidad a la habilidad en la expresión. Yo no. Si me dan a escoger entre oír a una criada y oír a una cancionera, prefiero la cancionera. Aunque si me dan a escoger entre estas dos alternativas y la de no oír nada, prefiero no oír nada. Y aquí está lo malo: en la expresión cantada del mexicano siempre ha habido algo (bastante) de exhibicionismo. El borracho antiguo llevaba "gallo" en vez de escribir cartas eróticas o cualquier otro recurso que nosotros podríamos considerar más eficaz para obtener favores, no sólo porque posiblemente su novia fuera analfabeta, sino porque el galán ha de haberse dicho para sus adentros:

-Quiero que sepan que te quiero.

El primer camino entre el "gallo" y la radio de transistores fue la sinfonola. En las cantinas de rancho las sinfonolas funcionaban con acumuladores. Le daba uno veinte centavos al dueño de la cantina -la tienda, como se llamaban estos establecimientos en las regiones más pudibundas de nuestro país-, y éste tomaba un micrófono y decía:

-Ahora vamos a ofrecer una bonita selección que el señor Fulano de Tal ha solicitado para felicitar a la señorita Fulanita de Tal en el día de su onomástico.

Todo esto, así como la selección, era escuchado, no sólo por Fulanita, sino por todas las personas que tuvieran la desgracia de estar a cinco kilómetros a la redonda.

Lo que haya pensado la festejada es imponderable, y, además, carece de importancia, porque en la mayoría de los casos, el enamorado, después de haber gastado todo su dinero en canciones apasionadas y cervezas, acababa conquistando a su amada a golpes, que no eran más que un preludio de lo que iba a ser la vida matrimonial.

Pero las sinfonolas de rancho no son más que otro recuerdo del pasado. En la actualidad, como no hay nadie que se respete y tenga salario mínimo que no tenga radio de transistores, el expresar amor en público es algo mucho más sencillo y mucho más perfeccionado. Además, no cuesta nada. Basta con llamar por teléfono a una de las estaciones especializadas en esta clase de tercerías, para que al día siguiente, la voz bien adiestrada de un locutor, diga quién le dedica a quién (con sus direcciones respectivas) la siguiente pieza. La intención o la ocasión de la dedicatoria no se dice, pero las palabras de la canción lo explican. Por ejemplo, si alguien pide "Las mañanitas", ya sabemos que es santo de la señorita a quien va dedicada la pieza; también sabemos que el solicitante quiere quedar bien con la señorita en cuestión, quiere demostrarle que se acuerda de ella, que le tiene puesto el ojo, etc. Quiere demostrarle todo esto, no sólo a ella, sino a nosotros, que no tenemos nada que ver, que no conocemos a ninguno de los interesados, que probablemente ni siquiera conocemos la calle donde viven, que quizá ni siquiera sabemos dónde quedan las colonias. A nosotros, a quienes probablemente no nos gusta la canción que ha sido dedicada con tanto cariño y con intenciones tan complejas. A nosotros, que estamos oyendo la radio, nomás porque tenemos la mala suerte de ir viajando en un camión, al lado de un maniático que quiere compartir sus bienes con los demás viajeros, o porque tenemos la desgracia de vivir junto a un sordo.