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El
invento científico que más ha transformado la
sociedad mexicana no es ni la locomotora, ni el teléfono,
ni la energía atómica. No es, ni siquiera, y a
pesar de la enorme importancia que ésta ha tenido, la
"tortilladora automática".
La tortilladora ocupa un triste
segundo lugar. El invento fundamental en la transformación
de nuestra cultura es la radio de transistores.
Los mexicanos, como los italianos,
son músicos de nacimiento. Cada niño que se
agrega a nuestra ya inflada población es un mariachi
innato, o una cancionera.
Antiguamente no se podía
uno acercar a los lavaderos públicos, porque estaban
llenos de mujeres cantando, cada una a su manera, al amor
fingido, traicionado o no correspondido. Tampoco podía
uno dormir después de las cuatro de la mañana,
porque el aire de las ciudades, los pueblecillos y hasta de
los más humildes caseríos se impregnaban con
las notas de cientos de borrachos cantando al amor no consumado.
Por si fuera poco, los domingos, la gente se congregaba en
las plazas públicas a escuchar a las bandas de música
locales interpretando fragmentos de ópera.
¡Qué tiempos aquellos!
Todo ha cambiado. Ahora no puede uno ni dormir, ni trabajar,
ni viajar en camión, sin escuchar radios de transistores.
Los antiguos cantantes individuales que abrían la boca
para expresar su pena, han sido sustituidos por profesionistas
especialmente adiestrados (y algunos hasta bien pagados) para
expresar las penas, los anhelos y las alegrías de todo
el mundo.
Hay quien prefiere la autenticidad
a la habilidad en la expresión. Yo no. Si me dan a
escoger entre oír a una criada y oír a una cancionera,
prefiero la cancionera. Aunque si me dan a escoger entre estas
dos alternativas y la de no oír nada, prefiero no oír
nada. Y aquí está lo malo: en la expresión
cantada del mexicano siempre ha habido algo (bastante) de
exhibicionismo. El borracho antiguo llevaba "gallo"
en vez de escribir cartas eróticas o cualquier otro
recurso que nosotros podríamos considerar más
eficaz para obtener favores, no sólo porque posiblemente
su novia fuera analfabeta, sino porque el galán ha
de haberse dicho para sus adentros:
-Quiero que sepan que te quiero.
El primer camino entre el
"gallo" y la radio de transistores fue la sinfonola.
En las cantinas de rancho las sinfonolas funcionaban con acumuladores.
Le daba uno veinte centavos al dueño de la cantina
-la tienda, como se llamaban estos establecimientos en las
regiones más pudibundas de nuestro país-, y
éste tomaba un micrófono y decía:
-Ahora vamos a ofrecer una
bonita selección que el señor Fulano de Tal
ha solicitado para felicitar a la señorita Fulanita
de Tal en el día de su onomástico.
Todo esto, así como
la selección, era escuchado, no sólo por Fulanita,
sino por todas las personas que tuvieran la desgracia de estar
a cinco kilómetros a la redonda.
Lo que haya pensado la festejada
es imponderable, y, además, carece de importancia,
porque en la mayoría de los casos, el enamorado, después
de haber gastado todo su dinero en canciones apasionadas y
cervezas, acababa conquistando a su amada a golpes, que no
eran más que un preludio de lo que iba a ser la vida
matrimonial.
Pero
las sinfonolas de rancho no son más que otro recuerdo
del pasado. En la actualidad, como no hay nadie que se respete
y tenga salario mínimo que no tenga radio de transistores,
el expresar amor en público es algo mucho más
sencillo y mucho más perfeccionado. Además,
no cuesta nada. Basta con llamar por teléfono a una
de las estaciones especializadas en esta clase de tercerías,
para que al día siguiente, la voz bien adiestrada de
un locutor, diga quién le dedica a quién (con
sus direcciones respectivas) la siguiente pieza. La intención
o la ocasión de la dedicatoria no se dice, pero las
palabras de la canción lo explican. Por ejemplo, si
alguien pide "Las mañanitas", ya sabemos
que es santo de la señorita a quien va dedicada la
pieza; también sabemos que el solicitante quiere quedar
bien con la señorita en cuestión, quiere demostrarle
que se acuerda de ella, que le tiene puesto el ojo, etc. Quiere
demostrarle todo esto, no sólo a ella, sino a nosotros,
que no tenemos nada que ver, que no conocemos a ninguno de
los interesados, que probablemente ni siquiera conocemos la
calle donde viven, que quizá ni siquiera sabemos dónde
quedan las colonias. A nosotros, a quienes probablemente no
nos gusta la canción que ha sido dedicada con tanto
cariño y con intenciones tan complejas. A nosotros,
que estamos oyendo la radio, nomás porque tenemos la
mala suerte de ir viajando en un camión, al lado de
un maniático que quiere compartir sus bienes con los
demás viajeros, o porque tenemos la desgracia de vivir
junto a un sordo.
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